Autora: Marisol Aguilar Mier,
Publicado: en lado B, 10 de abril de 2012
El pasado
mes de marzo vivimos en nuestro país una intensa actividad en materia de
evaluación educativa. En primer lugar, los días 27 y 28 se llevaron a cabo las
pruebas ENLACE (Evaluación Nacional de Logro Académico en Centros Escolares)
que por quinto año consecutivo realiza la Secretaría de Educación Pública. Su
finalidad es diagnosticar y valorar el rendimiento académico de los alumnos,
principalmente en relación a la habilidad lectora y matemática, en función de
los programas educativos establecidos, tanto para la educación básica como para
la media superior. En segundo lugar, el día 20 de ese mismo mes inició la
aplicación de la Prueba PISA (Programa para la Evaluación Internacional de
Alumnos) la cual, es un instrumento internacional de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Se realiza de manera trianual a
una muestra de jóvenes de 15 años con la finalidad de evaluar una serie de
competencias y su aplicación para resolver situaciones de la vida diaria, en
las áreas de lectura, matemáticas y ciencias.
El
panorama anterior, nos ofrece una oportunidad inigualable para reflexionar
sobre la calidad de la educación en nuestro país así como para generar una
cultura de la evaluación más sólida y fructífera. ¿Por qué? Porque tenemos ante
nosotros la aplicación de una prueba nacional que ofrece resultados por alumno,
por escuela y por entidad federativa y la aplicación de una prueba
internacional que compara el nivel educativo entre diversos países. No
obstante, desafortunadamente los resultados de México en las evaluaciones
masivas están lejos de ser satisfactorios. Por ello, como cabría esperarse,
este tipo de ejercicios generan reacciones de todo tipo: el rechazo, la
desconfianza en cuanto a la validez y confiabilidad de las pruebas y su real
capacidad para medir aprendizajes, y, en algunos (los menos por cierto), la
adhesión y el entusiasmo, al considerarlas una fuente de información
valiosísima para la toma de decisiones y la creación de políticas públicas para
mejorar la calidad de la educación.
Pero,
más allá de las simpatías o antipatías que este tipo de pruebas suelen generar
y dejando a un lado los resultados alcanzados en ellas, reflexionemos un poco
más sobre cómo surgen para comprender mejor sus alcances y limitaciones.
Comencemos
por su origen. La evaluación, ciertamente, no es nada nuevo. Desde que los
sistemas educativos se consolidaron como tales, los profesores han afrontado el
reto de identificar los logros y avances de sus alumnos. No obstante, esta
evaluación no siempre se ha llevado a cabo de la misma manera, bajo los mismos
principios y con los mismos fines por lo que los desniveles en su tipo y
calidad entre un docente y otro son muy marcados.
Lo anterior, generó una
fuerte crítica a la calidad de la educación, de la docencia, de los
aprendizajes y en específico a la dudosa “objetividad” y validez de las
evaluaciones que realizan los profesores, por considerarse de tipo “casero” y
muchas veces, sin fundamento o rigor. Para contrarrestar este efecto que se
consideraba negativo, se buscó elaborar instrumentos diseñados por expertos que
permitieran medir los niveles de rendimiento y los aprendizajes de los
estudiantes así como hacer comparaciones para mejorar la calidad de todo el
sistema educativo en su conjunto. Esto, mediante la evaluación a gran escala,
la cual, se refiere a la aplicación estandarizada de pruebas a grandes números
de alumnos, para apreciar el nivel de aprendizaje que se alcanza en el sistema
educativo de todo un país, región o distrito. A diferencia de la evaluación
áulica que es la que realiza el propio profesor, con sus propios instrumentos y
dentro de un salón de clase.
Nuestro
país no ha sido ajeno a estas tendencias mundiales y en las últimas décadas han
proliferado este tipo de evaluaciones, aunque es en los 90´s donde cobran mayor
auge y más recientemente en el 2002, con la creación del Instituto Nacional
para la Evaluación Educativa (INEE). Y en este contexto, si bien cabe reconocer
que lo anterior ha contribuido notablemente a la creación de una mayor cultura
de la evaluación y a la comunicación y difusión de sus resultados, también es
cierto que la complejidad de la función evaluativa ha ocasionado una fuerte
politización en sus fines, usos y propósitos.
No
obstante, la experiencia acumulada nos dice que las pruebas a gran escala son
una estrategia muy valiosa para orientar y apoyar los esfuerzos en la búsqueda
de la mejora de la calidad educativa a nivel macro, y como apoyo y complemento
a las evaluaciones de los maestros (nunca como su sustituto). Finalmente y como
dice F. Martínez Rizo, experto en evaluación educativa, la alternativa no es
otra que la de un sistema de evaluación que combine de manera más equilibrada
evaluaciones a gran escala parsimoniosas y consistentes, con un rico trabajo de
evaluación formativa en aula a cargo de los maestros.
También es preciso tener
muy presente que la evaluación, sea en el aula o sea a gran escala, no debe ser
nunca vista como un fin o como una moda, sino como un medio para la mejora de
la calidad educativa, a partir de la reflexión seria y sistemática, de sus
resultados.
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