miércoles, octubre 31, 2012

Nuestros derechos a la información y la expresión

Autor:  José Rafael de Regil Vélez. Si quieres conocer más datos del autor, haz click aquí.
Publicado en Lado B, el 31 de octubre de 2012.


Hay cosas que definitivamente no se pueden dejar pasar de largo sin al menos comentarlas. No se trata de traerlas a colación porque sean el tema de moda, sino porque atañen a lo que somos y podemos ser, aun cuando nos pudieran parecer ociosas o lejanas. Es el caso de los litigios iniciados por el actual gobierno del Estado de Puebla con las denuncias presentadas contra periodistas por “abuso de la libertad de expresión mediante la ofensa y la denostación de funcionarios.
     Las acciones realizadas por el aparato gubernamental y por los periodistas mismos requieren un atento seguimiento. Hay que vigilar en especial la actuación de los involucrados, a la luz del marco jurídico y no solo de las influencias que pueden ejercer los agentes de poder que son en última instancia tanto los funcionarios públicos como los empleados de los medios de comunicación. De eso se irá sabiendo al pasar de los días.
     Hay, sin embargo, algunas consideraciones de fondo que los ciudadanos debemos hacer más allá de esta coyuntura y que tienen que ver con algo que subyace a la problemática señalada y a nuestra vida política toda: nuestros derechos a la información y a la libre expresión de las ideas. Para ello nos viene bien hacer algunas consideraciones.
     El panorama social, político y económico del medioevo estuvo regido por los señores feudales. Los ciudadanos “de a pie” no eran realmente tales, sólo vasallos, sin participación política alguna real.
     El nacimiento de las ciudades al final de aquel periodo histórico, y en los albores de la modernidad -los burgos- trajo consigo una nueva forma de mirar las cosas en los centros urbanos. Las responsabilidades comunes no dependían ya en la vida diaria de un señor feudal que hubiera recibido autoridad divina alguna, sino de los burgueses, dedicados prioritariamente a labores comerciales y organizados entre ellos para tener seguridad, infraestructura, procura de salud.
     Al paso del tiempo el comercio se volvió una actividad importante pero que no cabía del todo en un orden estructurado fundamentalmente en torno a las labores agrícolas. Las leyes, el sistema fiscal, la impartición de la justicia estaban organizados en una lógica muy diferente a la de los burgueses y estos fueron experimentando la necesidad de tener mayor presencia en espacios públicos.
     El problema era que no podían tener acceso a ellos, puesto que no tenían derechos al respecto. En ese tenor los ciudadanos se vieron impelidos para reclamar una participación social y política acorde al protagonismo económico que habían adquirido y por ello reclamaron el derecho a expresar sus ideas.
     La conciencia del derecho a la libre expresión surge del propio reconocimiento de ser sujeto político: la participación en los asuntos que conciernen a los habitantes de un lugar supone naturalmente que estos puedan decir lo que piensan, la forma en que ven sus intereses, la apreciación que tienen de la labor de quienes los gobiernan. Y este derecho va unido a otros como el de asociación, el de movilidad territorial y, por supuesto, el de la libertad de conciencia.
     En esa tónica nació en los albores del siglo XIX la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, gran esfuerzo de poner por escrito las bases de una comprensión moderna de la responsabilidad y posibilidades de las personas en la acción común, en la política.
     El derecho a la expresión supone que la información puede ser libremente generada y libremente recibida. “La afluencia de noticias y opiniones así difundidas, hace realmente que todos los hombres en todo lo ancho de la tierra, participen de los asuntos y dificultades que afectan tanto a cada uno como a toda la humanidad”, señalaba en 1971 el Pontificio Consejo de las Comunicaciones Sociales, en su Instrucción Pastoral Communio et Progressio.
     La información, así, es un instrumento necesario de avance social, de participación, de ciudadanía. La tarea de informar es fundamental para la vida de los seres humanos hoy.
     El papel del Estado, al respecto, es ser garante de que sus ciudadanos accedan a lo que necesitan conocer sobre lo que pasa a su alrededor y de las opiniones de otros conciudadanos al respecto. Y esto incluye la revisión de la actuación de los propios funcionarios públicos.
     Pero esta labor no es fácil. La actividad de los gobiernos supone muchas cosas: uso de recursos, decisiones sobre ejercicio de la fuerza física, de la procuración de justicia, el establecimiento de relaciones comerciales con proveedores de todo tipo de bienes y servicios… Lo que se hace o no debería estar siempre disponible para el escrutinio público, o dicho literalmente, como lo señala el Diccionario de la Real Academia Española, utilizable para el “Examen y averiguación exacta y diligente que se hace de algo para formar juicio de ello”.
     Lo complicado de esto es que quienes no son funcionarios pueden pensar que las cosas hay que realizarlas de diferente manera, que el trabajo de los empleados públicos no es el adecuado. Ante algunas conductas se puede presumir incluso que hay acciones delictivas que deban ser denunciadas. Es por ello que aparece con suma facilidad la censura, mediante la cual las personas que conforman el Estado se reservan el derecho de examinar y aprobar previamente lo que cualquier ciudadano quiera señalar públicamente. Y cuando así sucede queda conculcada la participación política real.
     Por ello las libertades de expresión y a la información han supuesto a lo largo de la historia y en múltiples lugares claramente una tensión real entre los poderes estatales y los ciudadanos. Una y otra vez irrumpen los censores y en esas mismas ocasiones se establece la resistencia: si los asuntos públicos son nuestros y afrontarlos implica un diálogo entre todos nosotros, nadie puede abrogarse el derecho infundado de decidir qué debemos decir o no; qué debemos opinar, qué podemos o no informar.
     Ha de ser el razonamiento personal, informado y formado, el que decida cuáles opiniones son de valía, cuáles sólo encierran necedades y quimera;, no el de la autoridad política o religiosa sólo por ser tal.
     Y como todo derecho supone responsabilidad, la expresión y la información suponen un manejo atinado y ético de lo que se dice, de lo que se comunica y una educación que permita una codificación y decodificación inteligente de los mensajes que se emiten y reciben.
     Acciones en la que el gobierno de Rafael Moreno Valle demandó ante el juzgado primero de lo civil a Fabián Gómez, del portal electrónico Contraparte Informativa, mientras a Adrián Ruiz del periódico El Heraldo ante el juzgado cuarto no pueden pasar desapercibidas.
     Ser libres de expresarnos e informarnos ha sido y siguen siendo un esfuerzo continuo. Si el poder político se extralimita y se adjudica el inadecuado rol de censor no deberíamos quedarnos impávidos; si los periodistas no ejercen responsablemente su labor –y eso sucede y sucede con frecuencia, aunque muchas veces a favor del gobierno sobre todo en medios creados para incensar a las autoridades- tampoco.
     Nos merecemos buena información, porque para generar progreso y condiciones de vida humana digna necesitamos comunicar lo que vemos y expresar nuestras opiniones. Actuemos en esto también como protagonistas y no meros espectadores de nuestra ciudadanía; respetémonos respetando nuestros derechos a la información y la expresión: exijamos lo propio al estado y a los informadores.

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