miércoles, marzo 20, 2013

José Guadalupe Posada: del pueblo a la celebridad


Autor: Alfonso Álvarez Grayeb
Publicado: La Primera de Puebla, 15 de marzo de 2013

     Tomemos a un humilde muchacho de Aguascalientes, del barrio de San
Marcos para más señas, nacido en plena mitad del siglo XIX, y que en
cuanto aprende a leer y escribir con un hermano mayor como maestro, se
inscribe a la academia de dibujo del municipio. Ya con 16 años se hace
aprendiz en un taller litográfico, y ahí se relaciona con gente de periódico,
cosa que sirve para empezar a publicar caricaturas de corte político en la
revista El Jicote, que arremete contra el gobernador de su estado;
también invierte su tiempo en copiar imágenes religiosas cuando no está
en su chamba de chalán de un taller de cerámica. Hasta aquí nada
extraordinario, nada del otro mundo, diríamos.
     Pero hagamos ahora un salto hacia adelante en el tiempo dejando a
propósito un hueco de muchos años que llenaremos después, hasta el
momento en un artista mundialmente conocido y celebrado como el gran
pintor Diego Rivera se pinta a sí mismo como el hijo (artístico, moral) de
ese humilde dibujante y grabador apellidado Posada, y de la calavera
catrina, quienes lo toman de las manos, revelando la gran admiración
(¿veneración?) que Rivera guardaba por Posada. Consideremos además
que hoy se reconoce sin ambages que existe una huella innegable de ese
pobre grabador de Aguascalientes en artistas de la talla de José Clemente
Orozco, Francisco Díaz de León y Leopoldo Mendez. ¿Cómo sucedió eso?
¿porqué?
     Retomemos donde habíamos dejado a la vida sencilla de Posada. Se va
para León acompañado del que era el dueño del taller de litografía donde
trabajaba y después se independiza para hacer ilustraciones y grabados
para cajetillas de cigarros, libros y papeles varios. Un año después
regresa a Aguascalientes, tiene 21 años, y a los 23 se casa y poco después
compra el taller de su amigo y ex-jefe. Ahora colabora con varios
periódicos de León, y le toca ilustrar los estragos de la terrible inundación
acaecida en esa ciudad en 1888, que dejó muchos muertos y
desaparecidos. Ya de 36 años se traslada a la ciudad de México, aprende
otras técnicas de grabado en plomo y zinc, colabora en un par de
periódicos, y trabaja en el taller del célebre Antonio Vanegas Arroyo, aquel
gran impresor y editor de gacetas callejeras y deliciosas imágenes de
corridos, historias, adivinanzas y libros para niños, con el que
seguramente aprendió mucho.
     Al fin se hace José Guadalupe de su propio taller en la ciudad de México y
ahí se destapa retratando a las clases populares explotadas por los ricos
porfiristas. Sus grabados, de un verdadero alcance antropológico, ilustran
la vida cotidiana de la gente humilde y sus preocupaciones allá en los
finales del siglo XIX y principios del XX. Gente simple inclinada a la magia,
a la superstición y al miedo al fin del siglo
. y del mundo; Posada retrata
los acontecimientos naturales y los tremendos accidentes tanto como las
manifestaciones populares de las creencias religiosas. Un verdadero
antropólogo involuntario.
     No aspira a más: simplemente quiere narrar acuciosamente las peripecias
de su pueblo; no pretende ser un artista, pero desde esa humildad, la
historia lo ha colocado merecidamente en la celebridad y la admiración
cuasi unánime. Dice el caricaturista Rafael Barajas, El Fisgón, que sin
aspirar a nada, Posada terminó encaramado en el Parnaso. Y es por su
humildad, por su ojo sensible puesto sobre el espíritu del mexicano de a
pié y sus avatares, y no por ser un revolucionario o un crítico radical, pues
a pesar de mostrar y a veces mofarse de las grandes desigualdades de las
clases sociales en el México porfirista y apenas tres años del
revolucionario, no se pasó de la raya en su línea editorial. Con todo,
Posada resulta ser un precursor del movimiento nacionalista mexicano e,
insisto, un antropólogo, al contarnos gráficamente sobre simples historias
populares que lo mismo ilustra crímenes, pasiones y corridos, hasta
historias de aparecidos y de milagros.
     Donde da Posada plenamente en el clavo es con sus celebérrimas
calaveras, forma que escoge para plasmar sus críticas a los despropósitos
sociales y políticos de su tiempo, y las representa en variadas formas, a
caballo, en bicicleta, en los toros, en las procesiones. La más famosa, La
Catrina, sirve para burlarse de los indios enriquecidos durante el
porfiriato, que desprecian sus costumbres y orígenes y que quieren imitar
la moda europea. Por cierto, el nombre de esa calavera no lo puso Posada,
sino tiempo después su
hijo espiritual Diego Rivera. Rememoremos
este año 2013 el primer centenario de la entrada del humilde y genial
grabador José Guadalupe Posada a la posteridad.



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