lunes, junio 17, 2013

El Don de la Gratitud

Autora: Rocío Barragán de la Parra
Publicado: La Primera de Puebla, 30 de mayo de 2013

     Hace un par de noches tuve la oportunidad de observar un 
bellísimo anochecer: la luna estaba esplendorosamente llena y 
parecía estallar en una gama de tonos naranjas, su luz se 
reflejaba sobre el mar y, mientras caminaba a orilla de la playa, 
observaba cómo las olas parecían acunarla; el conjunto del 
paisaje y el momento compartido con quien amo me llenó de paz 
y esta experiencia me hizo pensar, por enésima vez, en el valor 
de la gratuidad.
     Inmersos en el día a día hemos perdido la capacidad de 
sorprendernos y disfrutar de las cosas sencillas y gratuitas de la 
vida; aquellas que no implican un desembolso económico para 
obtenerlas. La vorágine de nuestra cotidianidad y el hábito de 
vivir más en el tener/demostrar que en el ser / trascender ha 
deshabilitado el don de la gratuidad, y con ello la capacidad de 
sorprendernos, valorar y disfrutar de los obsequios que 
diariamente se nos ofrecen.
     Explorando un poco más sobre el tema encontré que lo valioso 
de la gratuidad es entenderla justo como un don, es decir como 
un regalo, como una habilidad, o como un rasgo característico 
de la personalidad; de ahí viene la costumbre de dar las gracias, 
honrar, agradar, congratular y/o reconocer lo que se nos otorga 
sin compromisos o sujeciones.
     Las personas estamos hechas para dar y recibir, experimentamos 
la felicidad al dar o servir, porque - aunque no siempre lo 
hacemos de modo consciente -, cuando damos también 
recibimos el bien que hacemos. Así pues la gratuidad es un signo 
de trascendencia humana y se origina en la capacidad de dar(se); 
de manera que si ésta no fuese un don correríamos el riesgo de 
disfrazar en ella la manipulación, la obligatoriedad o el 
compromiso; desvirtuando su finalidad.
     La dimensión del agradecimiento tiene un efecto liberador, 
puede ser común recibir de quien menos esperamos y esa acción 
nos permite reconocernos como sujetos dignos, valiosos y libres; 
valores que nos acercan a nuestros semejantes ya que apuntalan 
nuestra capacidad para acoger, compartir y convivir.
     La gratuidad se experimenta como una experiencia de riqueza 
personal que nos permite vivir libre y plenamente trascendiendo 
en y a través de las cosas más sencillas de la vida y así como la 
experimentamos a través de las personas, podemos ser capaces 
de vincularnos con nuestra realidad: Disfrutar la naturaleza, el 
clima, el paisaje, la ciudad, la puesta de sol, la inmensidad del 
cielo, el esplendor del día o de la noche, la profundidad del mar, 
la espesura del bosque, la composición del paisaje, el olor de la 
vegetación, el trino de las aves, el caminar lento de las ovejas 
pastoradas, el viento sobre el cuerpo o las manifestaciones de 
afecto que aún en personas o situaciones desconocidas pueden 
evocarnos recuerdos y generarnos sonrisas.
     Si decidimos acoger la gratuidad como una actitud personal, 
seremos entonces capaces de dar(nos) sin esperar nada a 
cambio, compartir tiempos, espacios, experiencias, capacidades, 
sentimientos; de experimentar el (auto)crecimiento a través del 
compartir y recibir, entregándonos más profundamente a 
nosotros mismos y a los demás.
     Sin desmerecer las ventajas, beneficios y comodidades de las 
transacciones económicas y materiales; es importante reconocer 
la gratuidad como una forma de mejorar la economía social; a 
través de ella que podemos descubrir y valorar nuestra riqueza, 
la de quienes nos rodean y la que se encuentra en nuestro 
entorno familiar, laboral, ambiental y sociocultural.
     Sin la gratuidad, no se alcanza la justicia -- entendida como dar a 
cada quien lo que necesita --, como la apertura a un don 
recíproco de ida y vuelta, donde se anida la caridad o virtud de 
la verdad, donde el amor es también concebido como un don.
     Aceptar la gratuidad implica disponernos a ella, cambiar la 
manera en que nos relacionamos con nosotros mismos, con 
nuestros semejantes y por ende con nuestra realidad; recuperar 
la capacidad de asombro, dar cabida a experiencias nuevas y vivir 
con ligereza con respecto a las cosas materiales para invertir el 
tiempo, el esfuerzo y los talentos en aquello que sentimos y que 
vamos descubriendo, hacer visible todo aquello que vivimos.
     Darnos cuenta que la verdadera realidad, implica despojarnos de 
viejos hábitos y actitudes; significa reconocer que en muchas 
ocasiones vivimos en la impronta y embebidos en el exterior, 
buscamos validarnos a través de signos sociales económicos y 
materiales a los que conferimos valor. La tarea no es sencilla sin embargo podemos 
empezar preguntándonos con honestidad en qué/quiénes 
invertimos nuestra vida, desde dónde construimos lo que somos, 
cómo concebimos el éxito, la plenitud y la felicidad.
    La autora es profesora de la Universidad Iberoamericana Puebla. 
Este texto se encuentra en: 
http://circulodeescritores.blogspot.com

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