jueves, noviembre 07, 2013

Soberbia Mexicana

Autor: Alexis Vera Sánchez, datos del autor haz click a quí

Publicado: Puebla on Line, 30 de octubre de 2013

     Los mexicanos tenemos una cultura de carácter poco humilde. A diferencia de otros países, en México nos cuesta pedir perdón. En una sociedad aún machista como la nuestra, pedir perdón es símbolo de debilidad, incluso entre las mujeres. Un macho nunca pide perdón, nunca llora; su mujer tampoco, sólo le puede pedir perdón y llorar a su macho.
     Mientras estaba de intercambio académico en Montreal (Canadá) me di cuenta que la gente actuaba diferente cuando cometía un error, por pequeño que este fuera. Percibí que los habitantes de aquella gran ciudad tenían la humildad suficiente para disculparse ante cualquier ofensa, ante cualquier molestia causada contra otra persona. En efecto, si alguien por descuido al caminar tocaba mínimamente a otro, entonces se disculpaba de inmediato con una actitud humilde. Me di cuenta que incluso tenían el hábito de pedir disculpas cuando estornudaban frente a la gente aunque se taparan la boca y se voltearan. A pesar de que estas son sólo señales externas y casi triviales, en realidad me parece que reflejan una posición interior mucho más profunda en la persona; una posición de mayor humildad, sensibilidad y respeto hacia los demás.
     En nuestra sociedad es diferente. Aquí por lo regular la gente atropella a la gente al caminar sin mediar el más mínimo perdón. Nos metemos entre las personas, les cortamos el paso, nos detenemos donde sea sin mirar a quién afectamos y todo lo hacemos sin pena. Y cuidado si alguien nos dice algo porque se arrepentirá de haber nacido. Al mexicano(a) no le gusta que le señalen sus faltas, es soberbio.
     El (la) mexicano(a) espera que, al estornudar, a él o ella le digan salud; espera ser servido, le gusta ser atendido(a); quizás herencia de la estructura de servidumbre colonial. Él (ella) nunca pide perdón, es egocéntrico(a): sus necesidades por encima de las de los demás. Por eso nos estacionamos en doble fila deteniendo el tráfico sin preocuparnos: como si viviésemos en una isla solos donde las únicas necesidades que existen son las nuestras; los demás no tienen necesidades o no importan nada. Somos colectivistas para lo que nos conviene, porque en el fondo tenemos un corazón individualista y ególatra. Somos colectivistas cuando se trata de mitigar el interminable sentimiento de soledad que nos asalta; pero cuando se trata de tener en cuenta las necesidades, opiniones y preocupaciones de los demás, entonces nuestro colectivismo se transforma velozmente en individualismo extremo.
     Ceder el paso a un automovilista está fuera de nuestro repertorio comportamental. Tenemos la cultura de primero yo y después yo. Y cuando otro ciudadano reclama su derecho con toda razón, nosotros le echamos bronca, nos defendemos porque en casa nos ensañaron que nadie nos puede llamar la atención más que nuestros papás. A nuestra mamacita santa le perdonamos todo aunque ella esté en un error pero a nuestros conciudadanos no les perdonamos que pidan lo que por derecho les corresponde cuando esto va en contra de nuestros intereses personales.
     Al mexicano promedio no le gusta escuchar críticas. Pierde control de sí mismo cuando alguien le señala un posible error en su comportamiento. Inmediatamente saca sus armas y cuchillos para defenderse porque en casa mamá le enseñó que él o ella es perfecto(a).
     En el hogar mexicano, los papás nos enseñaron que, ante una controversia, los demás siempre están mal, nunca nosotros, y son ellos quienes se deben disculpar. Pedir perdón es de débiles y, en una cultura machista, ser débil es ser menos y casi garantía de ser discriminado, despreciado u objeto de abusos.
     Mientras sigamos siendo una sociedad soberbia que no sabe convivir en la pluralidad, difícilmente veremos la luz del tan deseado desarrollo, porque donde sólo prevalecen intereses personales ningún progreso social relevante es posible. En efecto, requerimos humildad para abandonar nuestras posiciones egocéntricas y evolucionar como nación.
     Empecemos pues, con nosotros mismos. No necesitamos esperar a que los demás cambien para transformar nuestra realidad personal y, en consecuencia, nuestra realidad nacional. Al cambiar nosotros, el mundo cambia. Disculparnos sinceramente cuando hemos errado; escuchar críticas sin defendernos; abrirnos a la opinión de los demás; reconocer y respetar el derecho ajeno… En una frase sencilla: tener un comportamiento humilde desde lo interno. Ni siquiera necesitamos ser religiosos. Yo he vivido en países más ateos que el presidente Calles y he podido ser testigo de la humildad de la gente que en la mayoría de los casos supera a la humildad de un país católico como el nuestro. 
El autor es profesor de la Universidad Iberoamericana Puebla.
Este texto se encuentra en: http://circulodeescritores.blogspot.com
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