martes, junio 10, 2014

¿A quién beneficia la autonomía universitaria?

Autor: José Rafael de Regil Vélez datos del autor haz click aquí
Publicado: Síntesis Tlaxcala, 07 de mayo d 2014

     He conversado mucho últimamente con diferentes personas, de distinto estrato social y profesión sobre el papel de la universidad y lo que me resulta evidente es que a esta institución se le mira básicamente como formadora de profesionistas y en algunos casos como expedidora de títulos académicos, en un contexto funcional en el cual si alguien no es licenciado, médico o ingeniero parecería ser un "nadie" en la sociedad.
     Ahora que los ojos de muchas familias están puestos en las instituciones de educación superior, creo que es oportuno aclarar las cosas, porque una vez más lo que pareciera "normal" resulta en realidad no serlo y por ello ante lo inmediato perdemos de vista cosas que son verdaderamente importantes: ¿qué es una universidad?, ¿cuál es su misión en la sociedad?, ¿para qué nos sirven? Las universidades nacieron en Europa alrededor del siglo XII, como producto de la coincidencia de diversos factores como la maduración de las escuelas catedralicias, el surgimiento y proceso de autonomización de las ciudades, la necesidad de lugares más abiertos para cultivar el saber.
    Grupos de intelectuales y sus aprendices fueron dando forma a una institución que siempre tuvo dos grandes componentes: la formación de personas altamente competentes -con capacidades no meramente técnicas, sino también intelectuales- y la producción de conocimiento que diera luz a las sociedades para afrontar los problemas y desafíos que los universitarios -bachilleres, licenciados, doctores deberían convertir en mejores condiciones de vida.
     Sí, la universidad nació llamada a mirar críticamente a su tiempo, a sus personas, sus formas de convivencia, de organización, la manera en que transforman el mundo cultivando, edificando, acometiendo las adversidades de la naturaleza, guerreando y forjando la paz, y también para formar personas con una visión más amplia para poder actuar en su tiempo y su espacio.
     Y por ello pronto acometió las abatidas tanto de los príncipes como de los obispos: gobernantes y clérigos vieron las enormes posibilidades de las universidad y pronto quisieron ejercer control sobre lo que allí se enseñaba, sobre la investigación que allí se realizaba, sobre la difusión de las ideas que podrían ser herramientas para que las mujeres y los hombres de su época, a decidir el nombramiento de las autoridades universitarias...
     De universitarios devino a lo largo del tiempo una nueva concepción de ciencia, una nueva concepción de política, de estado, de sociedad menos mítica, menos mágica. Y eso fue posible porque desde el principio se libró la gran batalla: la de la autonomía universitaria; es decir, la del derecho de los propios universitarios a elegir sus autoridades y a elaborar sus propias normas (a fin de servir a la misión de reflexionar críticamente sobre la sociedad y la cultura y no servir a los intereses del príncipe o la autoridad religiosa); la de elaborar sus planes de estudios (para formar personas capaces de compromiso de transformación social y no solo la solución de problemas inmediatos de carácter utilitario para iglesia o estado); la de investigación, para avanzar en cualquier tipo de pregunta que sirviese para buscar la verdad, más allá de los intereses de grupos económicos, políticos y religiosos; la de difusión, para dar a conocer esto a todo público y que el saber se vuelva un bien común.
     La historia reciente de la Universidad en México es parecida. Resurgida de sus cenizas al final del siglo XIX -durante el porfiriato- abanderó la causa de las causas entre la segunda y tercera década del siglo pasado: la de ser autónoma, que no significa mantenerse con sus propios ingresos -pues financiar la educación es obligación inalienable del Estado- sino ser libre para cumplir con su vocación y propósito primigenios: producir conocimiento; enseñarlo junto con los métodos que llevan a él para permitir el avance en visiones sólidas, fundamentadas críticas de la realidad social, política y económica que lleven a la justicia, para crear la ciencia que soporte el diseño de la tecnología que permita vivir en un mundo más humano; y a partir de ello formar intelectuales, científicos, profesionistas capaces de compromiso con su país, con el mundo todo.
     Así lo consignan los documentos en que consignan su misión universidades como la UNAM, la Universidad Autónoma de Tlaxcala, la Universidad de Guadalajara o la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla -por citar solo algunas-: autonomía de organización y pensamiento, siempre relacionada con la formación de personas capaces de comprometerse con la justicia, la equidad, la diversidad, motores de desarrollo humanizante de las regiones y el país mismo.
     Las instituciones totalmente dependientes del Estado (donde el poder ejecutivo nombra rector, hace planes de estudio, crea la normatividad) son solo escuelas de educación superior, no universidades. Autonomía de elección de autoridades y creación de normas, de investigación y docencia, de difusión son condiciones para que la universidad, cualquiera que sea, cumplan su cometido social.
     Quien se beneficia de la autonomía universitaria no son los universitarios, por sí mismos, sino todos los miembros de la sociedad, quienes requerimos que el saber y el saber hacer sirvan a nuestro ser personas, más allá de los intereses de los grupos de poder.


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